La danza entre diversas implicaciones de la noción de lenguaje






Gustavo Emilio Rosales

revistadco@yahoo.com.mx



Me resisto a aceptar que arbitrariamente se asocie la creación coreográfica con fenómenos y propiedades del lenguaje.
Expresiones del tipo “vocabulario dancístico”, “frase de movimiento” y “lenguaje coreográfico” son, a mi modo de ver, una suerte de oxímoron: términos que se contradicen a sí mismos.
Trato de recordar las danzas que me marcaron, los momentos escénicos que decidieron mi profesión y, por ende, mi vida. ¿Qué es lo que acude a este requerimiento evocativo? Tan sólo instantes, pasajes, tonos o temperaturas: la estela de un cuerpo al despegar o el destello de torsos contra el piso. Nunca arriban grandes porciones de danza ni hace falta que lo hagan, y de seguro debido a esta grandeza de las partículas de memoria resguardada es que no deja de inquietarme que al fenómeno coreográfico –signado por su evanescencia– le sean trasladadas categorías de un hecho cultural (el lenguaje) cuyo principio epistemológico se funda en una mínima estabilidad y permanencia de sus códigos.
Cierto, el lenguaje es un hecho vivo que muta constantemente, pero sus variaciones son paulatinas y rara vez son tan importantes como para afectar, de golpe, los paradigmas de la comunicación.
Por el contrario, la danza, especialmente en las múltiples formas de la contemporaneidad, tiende a transformar rápidamente su estructura y, en consecuencia, su propia identidad. Paul Valéry se percató de esta condición al proponer que el danzante se sumerge en una duración que él mismo engendra, duración hecha de energía momentánea que, en palabras del filósofo Raymundo Mier, “impregna enteramente lo que no puede durar”.
Impermanencia. La definición epistemológica aportada por Valéry para situar la categoría de movimiento es “diferir infinitamente de sí mismo”, lo que suscita que la danza no otorgue una percepción real del cuerpo, sino vislumbres de otredad corpórea. Esto es: precipitación, anulación y recuperación de un cuerpo “disipado por su propia disolvencia en el vértigo”.
Danzar es el acto de encarnar una espiral de mutaciones incesantes, de errancias, de un exilio más ontológico que estético.
Hace algunos meses, participé en un coloquio sobre diversos temas relacionados con la danza, en la ciudad de Cuernavaca. Ahí, me cautivó la intervención del psicoanalista argentino Alberto Sladogna, colaborador de Revista DCO, quien subrayó la incompatibilidad antes mencionada entre la danza y las categorías del lenguaje. No podemos reducir la danza al lenguaje, dijo, porque danzar es aquello que ocurre justo cuando el lenguaje ha agotado su posibilidad y su potencia. La danza es algo que se encuentra más allá del lenguaje.
Hay que distinguir los terrenos de la retórica, que son dominio del lenguaje, de los que pertenecen a la poiesis o metáfora, propios de la danza. Cuando Maurice Béjart dijo que la danza no tenía más que contar y sí mucho que decir, hacía esta distinción. La danza no cuenta; cuentan la fábula, el relato. La danza canta. Es entonación de cargas rítmicas, sentido en estado de magnitud e intensidad. En su poema “Asfódelo”, William Carlos Williams habla de una flor cuyo olor está reservado sólo para la imaginación. “¿No es esta la mejor definición de la poesía?”, se pregunta, al respecto, Octavio Paz. “Un lenguaje que no dice nada, salvo para la imaginación”. Así también la danza es, y hace habitable al mundo.


Bibliografía
-Mier, Raymundo, “El tiempo de la danza: duración, finitud y gratuidad”, en Revista DCO, núm. 1 “Tiempo”, 2004.
-Paz, Octavio, “La flor saxífraga”, en El signo y el garabato, Barcelona, Seix Barral, 1991.
-Valéry, Paul, Philosophie de la danse, en Oeuvres I, Paris, Gallimard, 1957.
-Williams, William Carlos, citado por Octavio Paz.


Ilustración
Juan Pez.